artículo enviado originalmente a Religión en Libertad.
Septem Verba, así se denomina en latín, ese idioma que sigue siendo oficial dentro de la Iglesia Cristiana católica de Roma, a las siete palabras que pronunció Cristo desde la Cruz en sus horas finales de vida como verdadero hombre, pero sin dejar de ser verdadero Dios. Son siete frases sencillas, directas, aseverativas, pero llenas de contenido, con las cuales el Señor evangeliza a toda la Humanidad venidera acerca del misterio de la vida, de la muerte de la salvación. Siete frases que recordamos especialmente cada Viernes Santo.
Veamos primeramente las siete, para luego estudiar cada una de ellas por separado:
- «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». – Pater dimitte illis, non enim sciunt, quid faciunt (Lucas, 23: 34).
- «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso». – Amen dico tibi hodie mecum eris in paradiso (Lucas, 23: 43).
- «Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: ¡He ahí tu madre!». – Mulier ecce filius tuus […] ecce mater tua (Juan, 19: 26-27).
- «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». – ¡Elí, Elí! ¿lama sabactani? (Mateo, 27: 46) – Deus meus Deus meus ut quid dereliquisti me (Marcos, 15: 34).
- «Tengo sed». – Sitio (Juan, 19: 28).
- «Todo está cumplido». – Consummatum est (Juan, 19: 30).
- «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». – Pater in manus tuas commendo spiritum meum (Lucas, 23: 46).
Memento Mori, otra frase en latín, que significa que debemos recordar que algún día moriremos. Aunque parezca contradictorio, dado que la muerte parece lo contrario a la vida, cabría afirmar que el momento de la muerte puede ser el momento más importante de la vida. Y en el marco de la muerte del Dios hecho Hombre, no quiso Jesús dejar de darnos importantes preceptos de su divino magisterio.
- Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Al rezar la oración central de la vida cristiana, el Padre Nuestro enseñado por el propio Jesús a los doce discípulos, encontramos que todo son alabanzas y peticiones del hombre a Dios, salvo cuando dice “así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, donde afirmamos que es necesario previamente nuestro perdón humano para poder obtener el Perdón de Dios.
Ello enlaza directamente con la figura del Jesús hombre, que pide perdón desde la Cruz por los que le ofenden, por las personas humanas. En todo quiso el Salvador abajarse a lo humano, aun siendo Divino. Y sin necesitar obtener Él un perdón propio ya que es Dios verdadero, sí que pide no obstante al Padre el perdón por los demás.
Pensemos en lo importante que es esto, ya que se trata ni más ni menos que de la primera frase de las siete que pronuncia desde la Cruz. Esa primacía parece señalar que nuestro perdón es origen y final de toda su vida y misión al encarnarse.
Y si ya es importante el hecho de que Jesús, en medio de su sacrificio y autoinmolación para lograr nuestra salvación ante el Padre eterno, se acuerda de pedir nuestro perdón “Padre, perdónalos”, no es menos importante poner énfasis en la segunda parte de esta frase, “Porque no saben lo que hacen”. Ya que está dando la justificación de por qué necesitamos ser perdonados.
Pues quizá satanás y los ángeles caídos eran plenamente conscientes de la maldad de sus actos, de cómo lo que hacen les aleja de Dios. Pero los hombres no tenemos un conocimiento perfecto de la Verdad eterna, no podemos mirar a Dios a la cara a causa del pecado original con el cual nacemos. Así que en buena medida el mal hacer de muchos hombres viene determinado porque realmente no saben lo que están haciendo. Y eso permite a Jesús pedir al Padre el perdón para ellos.
2. En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso
Tras pedir el perdón para los hombres que actúan contra Dios sin ser siquiera conscientes de ello, encontramos la respuesta de los hombres que buscan ser salvados, que buscan aprovechar ese perdón.
Y es que el perdón de Dios se manifiesta con su misericordia, con su amor incondicional, pero el hombre perdonado debe acoger dicho amor de manera proactiva, consciente, y para acoger ese amor de Dios debe arrepentirse sinceramente.
Esto es justamente lo que sucede con el buen ladrón, que la tradición nos dice que se llamaba Dimas. También es justamente lo que no sucede con el otro crucificado junto a Jesús, el mal ladrón, a quién la tradición llama Gestas.
Vemos ahora cómo Dios nos habla también mediante la escena de los tres crucificados en el Calvario. Cristo en el centro, que pide al Padre el perdón para la humanidad, y dos representantes de esa humanidad a cada lado. Mientras que Dimas se arrepiente, acoge el perdón, Gestas se mantiene impertérrito, obcecado en su soberbia, no acepta ningún perdón, no ejerce ningún arrepentimiento.
Y ya sabemos que quién no cree en Jesús ya ha sido juzgado, ese es el estado en el que desgraciadamente apreciamos que queda Gestas. Si bien es notorio que es su propia decisión personal la que le aparta de Dios, es él quién decide libremente no acercarse y no acoger el perdón del Padre, se ríe y reniega del Señor.
Sin embargo todo lo contrario sucede con Dimas, que se arrepiente y le pide a Jesús la salvación. De hecho el evangelio de Lucas nos transmite sus palabras: “Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga de nuestros delitos; este en cambio no ha cometido ningún crimen”. Es decir, reconoce que Jesús es el Inocente por antonomasia, en quién no hay ninguna culpa, crucificado por las culpas de la humanidad. Y a la par se reconoce culpable a sí mismo, acepta sus pecados y se arrepiente.
Ante esto, Jesús mira a Dimas y le da fe de su salvación, del valor de su arrepentimiento; ya está salvado de hecho, hoy mismo estará en el Paraíso con Jesús.
3. Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: ¡He ahí tu madre!.
No le basta a Cristo con darnos su propia vida, sino que también nos da a su propia madre. Él no tenía castillos, ni tierras, ni propiedades, ni oro, ni joyas, ni tan siquiera ropa. Él no dejaba nada material tras de sí al morir. Pero sí dejaba a su madre tras fallecer, y nos la quiso legar. Es más, nos la dio como Madre.
Tras pedir perdón al Padre por nosotros, y comenzar la salvación de aquellos que se acogen a dicho perdón como Dimas ejemplifica, nos da a su Madre como herramienta de salvación, como mediadora entre el Cielo y lo terrenal.
Además lo hace con lógica precisa, ya que en primer lugar le dice a la Madre que ahí están sus hijos, le señala su misión, y veladamente le dice que no se preocupe por el Hijo que está arriba en la Cruz, sino que a partir de ese momento se debe preocupar por los hijitos que están abajo y quedan en el mundo. Después, en segundo lugar, cuando ya la Madre ha recibido las pertinentes instrucciones, se dirige al hombre y le anuncia la buena noticia: allí tiene a su Madre, la que ha sido designada para cuidarle, la que ha recibido el cometido de mediar en las Gracias.
La Madre era todo para Jesús, le había donado su virginal vientre para encarnarse, para hacerse hombre, le había dado su propia sangre durante nueve meses, le había dado a luz en un pesebre, le había cuidado junto con San José siendo niño, le había acompañado en su juventud terrenal, le había seguido ya como Maestro hasta aquél final de su magisterio. Era su corredentora en los sufrimientos, ningún dolor en la Pasión había quedado sin ser compartido por esa Madre que miraba el escarnio público de su Hijo. Corredentora de la salvación. Pero Jesús no quiere nada para sí mismo, sino que quiere todo para salvar las almas del mundo.
Por su parte la Madre ya había dado pasos previamente que apuntaban a cual sería su misión, ya había ayudado en todo momento a los discípulos y seguidores durante la vida pública de Jesús. Recordemos que en la bodas de Caná ya había pedido a su Hijo un milagro para ayudar a los novios, ya velaba por las necesidades de la humanidad.
También debemos destacar quién nos representa a nosotros, a los hijitos que recibimos el regalo de esta Madre. Ni más ni menos que tenemos como representante al recibir este regalo divino a Juan, el discípulo amado, el único de los discípulos que se había quedado al pie de la Cruz, el único que no huyó, el único que no tuvo miedo a la muerte, el único que perseveró y convirtió su Fe en valor. El que busca su vida, huyendo, escondiéndose, la perderá. El que pierda su vida a los pies de la Cruz, por Jesús, es el que hallará la Vida verdadera, eterna.
4. ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?.
Después de darnos a su Madre nos enseña Jesús que tenemos que rezar siempre y en todo momento, llevar vida de oración. Una oración continuada, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad. Solo rezando podemos llegar al Cielo.
Esto lo hace rezando Él mismo, de la forma en que mayoritariamente lo hacían en aquellos momentos sus coetáneos, los judíos. Que es ni más ni menos que con los versos del los Salmos de tiempos del Rey David y Salomón, que durante mil años habían acompañado al pueblo judío.
Quiere Jesús decir solo unas pocas palabras en voz alta, para que le escuchen, al borde de sus fuerzas humanas, agotando su vida, y nos dice aquella frase con la que da comienzo el salmo 22. Un Salmo que anuncia que Jesús será abandonado a los hombres, sus huesos descoyuntados, recibirá burlas y reproches, pero finalmente vencerá por el poder de Dios, y dará Gloria ante la humanidad, como faro que señala el único camino. Abajo dejo el texto íntegro.
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, no acudes a salvarme;
Dios mío, de día te llamo y tú no me respondes, de noche, y tú no me haces caso;
pero tú eres el santo, te sientas en tu trono, oh gloria de Israel.
En ti esperaron nuestros padres, esperaron en ti y tú los liberaste,
a ti clamaron y quedaron libres, esperaron en ti y no fueron defraudados.
Mas yo soy un gusano, que no un hombre, vergüenza de los hombres, escarnio de la plebe;
todos los que me ven hacen burla de mí, retuercen la boca, menean la cabeza:
«Confió en el Señor, pues que él lo libre; que lo salve, si de verdad lo quiere».
Tú me sacaste del vientre de mi madre, me pusiste seguro en su regazo;
desde antes de nacer a ti me confiaron, desde el vientre de mi madre eres mi Dios.
No te quedes lejos, que el peligro está encima y nadie me socorre.
Toros innumerables me acorralan, me acosan los toros de Basán;
ávidos abren contra mí sus fauces, cual leones que rugen y desgarran.
Siento que me disuelvo como el agua, todos mis huesos se dislocan, mi corazón se ha vuelto como cera, se me deshace dentro de mi pecho;
mi garganta está seca lo mismo que cascajo, mi lengua se me pega al paladar; me has hundido en el polvo de la muerte.
Me rodea un montón de perros, una banda de criminales me acomete, taladran mis manos y mis pies,
puedo contar todos mis huesos. No me pierden de vista, me vigilan;
se reparten mi ropa y se sortean mi túnica.
Mas tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo en mi auxilio,
libra mi vida de la espada, no dejes que me desgarren esos perros;
sálvame de las fauces del león, mi pobre vida de los cuernos del búfalo.
Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en plena asamblea te alabaré.
Que lo alaben los fieles del Señor, que lo glorifique la raza de Jacob, que lo adore la raza de Israel;
porque no rechazó ni despreció al pobre en su miseria, ni se escondió de él; escuchó su grito de socorro.
Yo alabaré su lealtad en la asamblea, cumpliré mis promesas delante de sus fieles.
Los pobres comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan: «¡Viva su corazón eternamente!».
El mundo entero recordará al Señor y al Señor volverá; lo adorarán, postrados ante él, todas las familias de los pueblos.
Pues sólo del Señor es el imperio, él es el Señor de las naciones.
Los nobles de la tierra le rendirán honores, ante él se inclinarán los moribundos y dejarán de ser.
Mi descendencia servirá al Señor y hablará de él a la generación futura,
contará su justicia al pueblo venidero: «Todo fue obra del Señor».
5. Tengo sed.
Hasta este momento Jesús ha hablado en su Sermón desde la Cruz de nosotros, los pecadores. Primero de todo para pedirle al Padre que nos perdone porque no conocemos la Verdad. Y acto seguido para acoger nuestro arrepentimiento a fin de salvarnos, personificando en la figura de Dimas. Nos ha dado a su Madre como Madre de toda la humanidad, a través de San Juan el apóstol, y luego nos ha enseñado a orar siempre y en todo momento confiados en Dios recitando el salmo 22.
Y ahora nos habla de Él, del propio Dios hecho hombre que está muriendo por nosotros en la Cruz. Nos dice que tiene sed, tiene sed de almas, tiene sed de amor, tiene sed de nuestro arrepentimiento, tiene sed de nosotros, de nuestro cariño, de nuestro perdón. Está sediento de humildad, está sediento de nuestra bondad, está sediento de nuestra amistad.
Esa sed del alma se la provocan nuestra soberbia, nuestra altanería, nuestra cerrazón, nuestro duro corazón, nuestra lascivia, nuestra gula, nuestra envidia, nuestra ira, nuestra vanidad, nuestra pereza, nuestra avaricia.
Aquí por tanto nos está interpelando, ante lo cual todos tenemos que preguntarnos si estamos dispuestos a calmar esa sed del Señor, a darle de beber con nuestro amor. Es un amor que siempre será pequeño, pues es el pobre amor de la criatura imperfecta al Dios Eterno y Todopoderoso. Pero es todo lo que Él quiere, no nos pide más, tiene sed, depende de nosotros darle de beber.
Oremos ahora que nos ha enseñado a orar, pidamos la intercesión de nuestra Madre, recemos para acoger el perdón de Dios arrepentidos de corazón, así le podremos dar de beber y calmar su sed.
6. Todo está cumplido
Ahora que ya todo está dicho solo queda proclamarlo, anunciar el fin, explicar que su vida en la Tierra ha llegado a su término, que todo está cumplido.
No es algo baladí, ya que durante miles de años los profetas habían dejado por escrito, por inspiración del Espíritu Santo, qué supondría la venida del Mesías, qué sucedería con su encarnación, cómo salvaría a la humanidad. Así que el Dios hecho Hombre quiere dar cumplida cuenta de que todo aquello que había anunciado se ha cumplido de manera exacta, correcta.
Muchas veces los seres humanos piensan, desde su soberbia, que pueden ellos disponer sobre la Historia, que están por encima de todo con su ciencia y con su arte, que con su intelecto y fuerza dirigen el mundo. Pero aquí Dios les recuerda que, a pesar de que posiblemente Caifás y el Sanedrín, los romanos y los judíos, creían estar siendo los directores de todo lo que allí acontecía, solamente estaba pasando lo que Dios ya había previsto desde el inicio, lo que el Señor había planificado, lo que Cristo sabía que tenía que suceder para salvar al Mundo.
¿Qué puede hacer el hombre ante esto?. La gran enseñanza de esta palabra de Jesús desde la Cruz es simple: Fiat. Hagamos siempre su Voluntad. Busquemos únicamente hacer la Voluntad de Dios, y no la nuestra. Intentemos cumplir lo que Dios ha querido para nosotros. Intentemos jugar el papel que Dios nos ha dado en la historia de la Salvación. En la medida en que lo hagamos, también nosotros podremos decir al morir que todo está cumplido, y nuestra vida habrá servido al Plan Divino.
7. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Finalmente Jesús nos muestra qué debemos hacer en el momento final, en el momento de la muerte. Si con nuestro cuerpo y espíritu nos ha dicho Jesús que debemos vivir bajo la Voluntad del Señor, para poder decir que todo se ha cumplido también en nosotros, ahora al expirar nos dice Cristo que al Padre debemos encomendar nuestro espíritu ante la muerte de nuestro cuerpo.
Recordemos que el cuerpo es mortal, pero el espíritu no lo es, por lo cual tras morir el cuerpo nuestro espíritu tendrá que pasar a otro estado. Lo que nos dice el punto 1022 del Catecismo de la Iglesia Católica a ese respecto es que nuestro alma inmortal es sometida a un juicio particular. Y que de ese juicio podrá ir al Cielo o bien tendrá que sufrir una purificación (sería lo que llamamos purgatorio). Para ello debemos por tanto encomendar en la hora de la muerte nuestra alma a Dios, para nuestro juicio particular y la posible purificación o purgatorio antes de entrar al Cielo. Dice también el punto 1030 del Catecismo que «los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo».
La Salvación nunca es cosa nuestra de forma determinante, sino que necesitamos de la Misericordia y amor de Dios, por lo cual a él encomendamos nuestra alma.
El camino contrario, el del infierno, estará determinado en buena medida también por lo que hemos hecho en vida, pero igualmente por el alejamiento intencionado de nuestra alma de Dios, por no quererle, por no aceptarle, por nuestra propia voluntad de no encomendarle nuestro espíritu.
En todo caso lo que nos enseña aquí Cristo desde la Cruz, con su última palabra, es a encomendar a Dios Padre nuestro espíritu en la hora en que nuestro cuerpo llegue a su muerte. Si Él mismo que es el Hijo perfecto lo hace, cuanto más nosotros, pequeños hijos imperfectos. No obstante recordemos que también nos ha dado a Su Madre, tengámosla presente a la hora de morir, como Él la tuvo a los pies de la Cruz.
Y pidamos también a San José que nos acompañe en la hora de la muerte, porque San José tuvo la gracia de morir con María y con Jesús, seguro que él también nos ayudará.